jueves, 20 de septiembre de 2007

Es raro

I. mira hacia arriba extrañado, a media altura. Aun es pequeño para entender el mundo de los adultos, así que con la indiferencia propia que da el desconocimiento se resigna y mira; sigue mirando. No entiende que sus padres hayan colgado aquellos cuadros a la altura de sus propios ojos, y no del corazón, desde donde realmente se mira el arte. Todo esto le daría igual si no fuera por aquel pequeño cuadro de formas nuevas. Le resulta extravagante aunque, por supuesto, no es esa las palabra que utiliza para decirselo a su madre - "Mamá, es raro." Tampoco sabe si le gusta, le emociona, le atrapa o incluso si le incomoda. Busca y rebusca para dar nombre a esa inquietud que siente cada vez que lo mira. Y no encuentra la palabra exacta: colegio, profesor, vacaciones, nocilla, divertido, foie gras, calzoncillos. Nada. Es demasiado pequeño, la media altura le queda baja, por debajo del flequillo esponjoso de sus rizos. Ni siquiera alcanza a tocar el marco. El caso es que I. no puede dejar de mirarlo, casi obsesivamente.

Los días pasan y la hipnosis persiste. Con frecuencia su padre le encuentra ensimismado en la habitación, comiéndose el cuadro con ojos, corazón y entrañas. "Te gusta, I.?", le pregunta a veces. "Es raro", contesta él siempre.

Un día el lienzo pasa a un marco blanco, más juvenil, y a ambos les acompaña un nuevo destino: la habitación que I. comparte con su hermano mayor J. Se siente feliz, sin duda alguna, pero tampoco alcanza a verbalizar la dicha: cuaderno, mochila, galletas, gracioso, nubes, baloncesto. Una vez más... nada. La noche llega y con ella las rutinas bailan ordenadamente. Es entonces cuando I. sube a la litera pesadamente, como cualquier otro día. Ya de rodillas sobre la cama se da cuenta: el cuadro cae a su altura exacta. Se tumba y comprueba. Ojos, corazón y entrañas, todos ellos situados en la misma horizontal que el lienzo. Ya no pertenece al mundo de los adultos sino al suyo. Un pequeño giro de cabeza hacia la derecha y es todo suyo. Años más tarde comprenderá su manía de dormir boca bajo con ese escaso desvío de cabeza a un lado. Pero aún es pronto, volvamos a la litera...
... allí I. se desvive para mantener la mirada atenta aun cuando sus párpados se derrumban. Está extasiado, el cuadro es mágico, asombroso, excepcional. Claro que cuando es preguntado por su madre ("Qué te parece el regalo?") no alcanza a decir nada de aquello; ni por asomo: "Es muy raro, mamá", responde. Porque él sigue siendo pequeño, aunque ya no demasiado, pues la litera le aúpa a las edades del hombre. La luz se apaga y los colores reviven en su mente.

Durante años convive con aquella pintura: cada noche y cada día. La litera se estrecha, o más bien él se alarga. Ya llega a tocar el lienzo, ya lo mira desde las alturas, hacia abajo. Cambia de amigos, de voz, de colegio... se hace mayor y todo él cambia salvo su asombro por aquel cuadro. Ante su padres, por fin alcanza a alabar algo más que su rareza. Lleva años apreciando esos naranjas imposibles, la tonalidad de unos verdes que cubren suelos, tapias y tejados. Disfruta del trazo nervioso de su autor, del paisaje insólito de un camino que se adentra entre un conjunto de chozas derruidas. Algunas noches, las menos, las siluetas de los árboles que acompañan aquel camino habitan sus ensoñaciones. Pero allí no son árboles sino animales; de un especie desconocida para el hombre pero instalada en su imaginación. Incluso su carácter inacabado, el del cuadro, produce en él mayor confusión: el cielo lo componen pequeños retazos azulados y ligeros que dan espacio a un vacío que el pintor no rellena con nubes, sino con ilusiones.

Y siguen pasando los años... inexorables. Abandona la casa de sus padres, y por ende el cuadro, que se hunde en el recuerdo de I. hasta que un día aparece de nuevo. Lo ve en la televisión, tonta; en el periódico, partidista; anunciado en una nueva exposición que recopila los últimos cuadros de su autor, como uno más entre una serie de lienzos. Pero él bien sabe que no, que ese cuadro es distinto. Acude nervioso a verlo, esta vez no es la reproducción que todavía cuelga en la habitación de su infancia.

Allí aprende que el trazo nervioso del cuadro, aún vivo en su tela, fue el de los ultimos días de un ser triste y abandonado. Que durante esos últimos setenta días de vida, hasta acabar con un disparo en el pecho, pintó frenéticamente otros tantos cuadros. Setenta. Y allí aprende y comprende su genio, muchos años después de todo. Entiende por fin el origen de su fascinación por aquella pintura. Allí aprende que ese cuadro lo pintó un loco.

"La verdadera locura quizá no sea otra cosa que la sabiduría misma que, cansada de descubrir las verguenzas del mundo, ha tomado la inteligente resolución de volverle loca"