jueves, 11 de diciembre de 2014

Bartleby Redux


 Siempre hubo algo en mi jefe que me impidió odiarle. Durante los primeros años, trabajamos a sus órdenes dos copistas y un muchacho apodado Ginger Nut en una pequeña oficina de Wall Street. Mientras Nippers, el otro copista, y yo desarrollábamos nuestras tareas con relativa tranquilidad, el muchacho atendía nuestros recados con absoluta dedicación. Aquella serenidad reinante no provenía de nuestra voluntad sino más bien del espíritu de nuestro patrón, que más que un jefe parecía un subordinado más. Jamás tuvo una palabra altisonante ni un gesto impositivo hacia nosotros cuando, bien es cierto, que en más de una ocasión lo merecimos. Recuerdo un día en el que Nippers, recién llegado al trabajo y sin mediar palabra con nadie, la emprendió a patadas con su escritorio de metal viejo. El jefe se asomó desde su despacho y, tras un momento en el que pareció vacilar, preguntó si había algo que pudiera hacer por mejorar su ánimo. Así era el viejo, siempre dubitativo y titubeante pero incapaz de dar una mala contestación a nadie. Mientras Nippers le tachaba a sus espaldas de pusilánime despreciable, yo atribuía su comportamiento a una candidez sobrehumana. Este comportamiento de Nippers resultaba habitual y a menudo exasperante. Llegaba a la oficina hecho una furia y durante las primeras horas de las mañana resultaba imposible atemperar su rabia. Sin embargo, ayudado por una botella de brandy que guardaba celosamente bajo llave en el cajón de su escritorio, por las tardes tornaba en un empleado de lo más tranquilo y eficiente. Yo por mi parte, llevaba trabajando toda una vida como copista judicial, y si bien algún error cometía debido al cúmulo de horas y la ausencia de luz, creo que en general desarrollaba mi labor con sobrada maña. Teníamos un jefe verdaderamente excepcional. Incluso aquel día en el que nos anunció su nombramiento como juez auxiliar del Tribunal Arbitral, lo hizo con absoluta humildad y sencillez, algo impropio de la mayoría de los abogados, jueces y patrones en general que abarrotaban aquellos años los edificios de oficinas de Wall Street. Ese mismo día, dejando de lado su preocupación por el exceso de trabajo que se nos avecinaba, me ofreció amablemente reducir mi jornada a la mitad atendiendo a mi edad avanzada. Aquel fue un gesto que agradecí profundamente y que me confirmó su naturaleza bondadosa. Unos días después, cuando sus nuevas responsabilidades trajeron efectivamente más trabajo, tuvo la deferencia de contratar a un nuevo copista. Y así, inocentemente, se inició una nueva etapa en el despacho que desencadenaría cambios notables para todos nosotros.

Se llamaba Bartleby. He de reconocer que el nuevo copista, de aspecto menudo y palidez asombrosa, me resultó un personaje fascinante desde el primer momento en que lo ví, cuando apareció aquel día, impávido, ante la puerta de la oficina. Le insté a quitarse el abrigo y repondió con un lacónico preferiría no hacerlo, que, en su momento, no supe entender. Con el abrigo y el bombín puestos permaneció absorto, mirando por la ventana, hasta que llegó el jefe. Meses más tarde, aquella ventana seguiría causando el mismo embrujo en él, y a su contemplación dedicaría numerosas horas del día, generalmente por la mañana. Poco había que contemplar, la verdad, ya que dicha ventana quedaba tapiada a escasos centimertros por muros de altura indiscutible. La oficina permanecía pues oculta, como una madrigera, por los edificios más altos de la ciudad, pero Bartleby parecía ver entre esos muros de ladrillo viejo y oscuro algo interesante que a los demás se nos escapaba. Y así, desde aquel día, las rarezas de Barlteby fueron desfilando por nuestras vidas con asombrosa naturalidad, siempre protegídas por la conmiseración de nuestro patrón.

Al principio, las peculiaridades de Bartleby no transcendían más allá de lo anecdótico, pero un día empezaron a filtrarse e interferir en su labor profesional. Una mañana, apremiados por una entrega judicial urgente, nos vimos obligados a revisar las copias de un documento original. Para agilizar el trámite, a pesar de que todos sabíamos que los duplicados hechos por Bartleby eran siempre impecables, nos dispusimos a revisar una copia cada uno. Entonces el jefe pidió ayuda a Bartleby, que debía leer el original mientras nosotros revisabamos su transcripción. Ante el asombro y posterior enfado de Nippers, Bartleby se negó a leer dicho original, justificándose con un simple preferiría no hacerlo. El jefe, haciendo uso de su infinita bondad, insistió una vez más y obtuvo la misma respuesta. Entonces, ciertamente turbado, farfulló una excusa para aplazar la lectura y salió, preocupado, a comer algo a la calle. Nada más cerrarse la puerta Nippers agarró por la solapa a Bartleby para pedirle explicaciones pero sólo obtuvo de él una mueca leve y un escueto es que preferiría no hacerlo. Decidí irme a comer con Nippers y así tratar de calmar su enfado, pero a medida que escuché las razones que Nippers expuso mientras bebíamos abundante cerveza, mi enfado fue en aumento y ya por la tarde fui yo el que, en ausencia del patrón, le agarré por el cuello exigiendo un por qué. Bartleby esgrimió un porque preferiría no hacerlo, que me empezó a sonar ya algo recalcitrante. Recuerdo que al día siguiente llegué a la oficina más pronto de lo habitual. Me la encontré cerrada con la llave por dentro. Tras golpear la puerta, una voz resuelta me invitó a volver en un rato. Esperé fuera y al cabo unos minutos, apareció Bartleby, más pálido que nunca, con la cara recién afeitada. Sentí mucha pena en aquel momento, incluso verguenza por mi actitud durante la tarde anterior. Intuí que el desgraciado de Bartleby utilizaba el despacho como vivienda, y su evidente soledad me provocó una sensación muy triste. Sin duda Bartleby era un pobre solitario. Cruel humanidad, sólo el exquisito tacto que demostró mi jefe con Bartleby aquel día, y durante muchos otros venideros, pudo calmar algo mi conciencia. En definitiva seguía habiendo motivos que impedían mi odio hacia el patrón a pesar del sueldo miserable que obtenía como copista.

Los días y meses siguieron con relativa normalidad. Yo no veía muy a menudo a Barleby pues ocupaba su despacho en la zona reservada al patrón, separado de él por un biombo y del resto por una pared que dividía la oficina en dos. Pero según comentaba el jefe orgulloso, Bartleby, salvo por algunos incidentes asilados de insubordinación, desarrollaba sus tareas con encomiable eficacia. Incidentes a los que, yo al menos, había aprendido a restar relevancia. Incluso se podría decir que había terminado por simpatizar con Bartleby y sus extravagancias, algo que jamás había conseguido con el iracundo Nippers en los años previos.

Sin embargo la cosa empezó a torcerse aquel día en que Bartleby se negó a seguir ejerciendo su labor. Con la misma desgana con la que prefería no hacer, de repente, así sin más, dejó de copiar. Quizás fue ese día, quizás fue antes, cuando vi por primera vez un atisbo de contrariedad en el rostro de mi jefe. Para entonces yo ya era incondicional de Bartleby, así que me resultó imposible entender las razones del jefe. Mostraba su molestia con él con la misma tibieza con la que le reprendía, es decir, casi ninguna. Y esa ausencia de acción arrinconó paulatinamente a Bartleby en su ensimismamiento. Ya no pasaba horas sino días enteros mirando a través de la ventana tapiada y la tolerancia inicial con la que le trataba el jefe se fue transformando en una actitud huidiza y cobarde. Así pasaron los meses hasta que una mañana me enteré de que nos mudabamos de edificio. Una nota escueta apareció en mi escritorio anunciándolo. Al día siguiente, todo desapareció en la oficina. Todo, salvo Bartleby, que permaneció de pié, impasible y obstinado a continuar escudriñando aquella tapia de ladrillo rojo.