Siempre hubo algo en mi jefe que me impidió odiarle. Durante los
primeros años, trabajamos a sus órdenes dos copistas y un muchacho
apodado Ginger Nut en una pequeña oficina de Wall Street. Mientras
Nippers, el otro copista, y yo desarrollábamos nuestras tareas con
relativa tranquilidad, el muchacho atendía nuestros recados con
absoluta dedicación. Aquella serenidad reinante no provenía de
nuestra voluntad sino más bien del espíritu de nuestro patrón,
que más que un jefe parecía un subordinado más. Jamás tuvo una
palabra altisonante ni un gesto impositivo hacia nosotros cuando,
bien es cierto, que en más de una ocasión lo merecimos. Recuerdo un
día en el que Nippers, recién llegado al trabajo y sin mediar
palabra con nadie, la emprendió a patadas con su escritorio de metal
viejo. El jefe se asomó desde su despacho y, tras un momento en el
que pareció vacilar, preguntó si había algo que pudiera hacer por
mejorar su ánimo. Así era el viejo, siempre dubitativo y titubeante
pero incapaz de dar una mala contestación a nadie. Mientras Nippers
le tachaba a sus espaldas de pusilánime despreciable, yo atribuía
su comportamiento a una candidez sobrehumana. Este comportamiento de
Nippers resultaba habitual y a menudo exasperante. Llegaba a la
oficina hecho una furia y durante las primeras horas de las mañana
resultaba imposible atemperar su rabia. Sin embargo, ayudado por una
botella de brandy que guardaba celosamente bajo llave en el cajón de
su escritorio, por las tardes tornaba en un empleado de lo más
tranquilo y eficiente. Yo por mi parte, llevaba trabajando toda una
vida como copista judicial, y si bien algún error cometía debido al
cúmulo de horas y la ausencia de luz, creo que en general
desarrollaba mi labor con sobrada maña. Teníamos un jefe
verdaderamente excepcional. Incluso aquel día en el que nos anunció
su nombramiento como juez auxiliar del Tribunal Arbitral, lo hizo con
absoluta humildad y sencillez, algo impropio de la mayoría de los
abogados, jueces y patrones en general que abarrotaban aquellos años
los edificios de oficinas de Wall Street. Ese mismo día, dejando de
lado su preocupación por el exceso de trabajo que se nos avecinaba,
me ofreció amablemente reducir mi jornada a la mitad atendiendo a mi
edad avanzada. Aquel fue un gesto que agradecí profundamente y que
me confirmó su naturaleza bondadosa. Unos días después, cuando sus
nuevas responsabilidades trajeron efectivamente más trabajo, tuvo la
deferencia de contratar a un nuevo copista. Y así, inocentemente, se
inició una nueva etapa en el despacho que desencadenaría cambios
notables para todos nosotros.
Se llamaba Bartleby. He de reconocer que el nuevo copista, de aspecto
menudo y palidez asombrosa, me resultó un personaje fascinante desde
el primer momento en que lo ví, cuando apareció aquel día,
impávido, ante la puerta de la oficina. Le insté a quitarse el
abrigo y repondió con un lacónico preferiría no hacerlo, que,
en su momento, no supe entender. Con el abrigo y el bombín puestos
permaneció absorto, mirando por la ventana, hasta que llegó el
jefe. Meses más tarde, aquella ventana seguiría causando el mismo
embrujo en él, y a su contemplación dedicaría numerosas horas del
día, generalmente por la mañana. Poco había que contemplar, la
verdad, ya que dicha ventana quedaba tapiada a escasos centimertros
por muros de altura indiscutible. La oficina permanecía pues oculta,
como una madrigera, por los edificios más altos de la ciudad, pero
Bartleby parecía ver entre esos muros de ladrillo viejo y oscuro
algo interesante que a los demás se nos escapaba. Y así, desde
aquel día, las rarezas de Barlteby fueron desfilando por nuestras
vidas con asombrosa naturalidad, siempre protegídas por la
conmiseración de nuestro patrón.
Al principio, las peculiaridades de Bartleby no transcendían más
allá de lo anecdótico, pero un día empezaron a filtrarse e
interferir en su labor profesional. Una mañana, apremiados por una
entrega judicial urgente, nos vimos obligados a revisar las copias de
un documento original. Para agilizar el trámite, a pesar de que
todos sabíamos que los duplicados hechos por Bartleby eran siempre
impecables, nos dispusimos a revisar una copia cada uno. Entonces el
jefe pidió ayuda a Bartleby, que debía leer el original mientras
nosotros revisabamos su transcripción. Ante el asombro y posterior
enfado de Nippers, Bartleby se negó a leer dicho original,
justificándose con un simple preferiría no hacerlo. El jefe,
haciendo uso de su infinita bondad, insistió una vez más y obtuvo
la misma respuesta. Entonces, ciertamente turbado, farfulló una
excusa para aplazar la lectura y salió, preocupado, a comer algo a
la calle. Nada más cerrarse la puerta Nippers agarró por la solapa
a Bartleby para pedirle explicaciones pero sólo obtuvo de él una
mueca leve y un escueto es que preferiría no hacerlo. Decidí
irme a comer con Nippers y así tratar de calmar su enfado, pero a
medida que escuché las razones que Nippers expuso mientras bebíamos
abundante cerveza, mi enfado fue en aumento y ya por la tarde fui yo
el que, en ausencia del patrón, le agarré por el cuello exigiendo
un por qué. Bartleby esgrimió un porque preferiría no hacerlo,
que me empezó a sonar ya algo recalcitrante. Recuerdo que al día
siguiente llegué a la oficina más pronto de lo habitual. Me la
encontré cerrada con la llave por dentro. Tras golpear la puerta,
una voz resuelta me invitó a volver en un rato. Esperé fuera y al
cabo unos minutos, apareció Bartleby, más pálido que nunca, con la
cara recién afeitada. Sentí mucha pena en aquel momento, incluso
verguenza por mi actitud durante la tarde anterior. Intuí que el
desgraciado de Bartleby utilizaba el despacho como vivienda, y su
evidente soledad me provocó una sensación muy triste. Sin duda
Bartleby era un pobre solitario. Cruel humanidad, sólo el exquisito
tacto que demostró mi jefe con Bartleby aquel día, y durante muchos
otros venideros, pudo calmar algo mi conciencia. En definitiva
seguía habiendo motivos que impedían mi odio hacia el patrón a
pesar del sueldo miserable que obtenía como copista.
Los días y meses siguieron con relativa normalidad. Yo no veía muy
a menudo a Barleby pues ocupaba su despacho en la zona reservada al
patrón, separado de él por un biombo y del resto por una pared que
dividía la oficina en dos. Pero según comentaba el jefe orgulloso,
Bartleby, salvo por algunos incidentes asilados de insubordinación,
desarrollaba sus tareas con encomiable eficacia. Incidentes a los
que, yo al menos, había aprendido a restar relevancia. Incluso se
podría decir que había terminado por simpatizar con Bartleby y sus
extravagancias, algo que jamás había conseguido con el iracundo
Nippers en los años previos.
Sin embargo la cosa empezó a torcerse aquel día en que Bartleby se
negó a seguir ejerciendo su labor. Con la misma desgana con la que
prefería no hacer, de repente, así sin más, dejó de
copiar. Quizás fue ese día, quizás fue antes, cuando vi por
primera vez un atisbo de contrariedad en el rostro de mi jefe. Para
entonces yo ya era incondicional de Bartleby, así que me resultó
imposible entender las razones del jefe. Mostraba su molestia con él
con la misma tibieza con la que le reprendía, es decir, casi
ninguna. Y esa ausencia de acción arrinconó paulatinamente a
Bartleby en su ensimismamiento. Ya no pasaba horas sino días enteros
mirando a través de la ventana tapiada y la tolerancia inicial con
la que le trataba el jefe se fue transformando en una actitud huidiza
y cobarde. Así pasaron los meses hasta que una mañana me enteré de que nos
mudabamos de edificio. Una nota escueta apareció en mi escritorio
anunciándolo. Al día siguiente, todo desapareció en la
oficina. Todo, salvo Bartleby, que permaneció de pié, impasible y
obstinado a continuar escudriñando aquella tapia de ladrillo rojo.
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