lunes, 14 de julio de 2008

Vino y Agua

Mientras la ciudad duerme, él despierta acuciado por una sed que, de momento, no saciará. Se despereza con un movimiento brusco de cabeza. De derecha a izquierda, de izquierda a derecha. Un número par de veces, ni uno más. Pasa sus rudas manos por las comisuras de su boca, arrastrando así alguna miga de pan que olvidó entre la espesura de su barba hostil. La miga cae hasta el suelo y él la recoge divertido para volverla a masticar….para que se le vuelva a caer.

Ya erguido mira alrededor en el silencio del parque. Da una vuelta sobre sí mismo y con sus pies derrama el cartón de vino, único compañero de sueños y desvelos. El vino traza lentamente sobre la arena el relieve de un país que parece el suyo, que se transforma en mujer, voluptuosa, que torna en una red en la que se atrapan sus pensamientos por algunos segundos hasta que la corriente amarga y roja vuelve a sus pies, al autor del lienzo.

Pies torpes, pies viejos que entonces comienzan su andadura, una vez más, hasta las orillas del río Sena. Una vez allí se desviste con el pudor de un infante, mirando a sus cuatro costados. Abandona sus zapatos pues desabrochar es término que se antoja imposible ante la visión de aquella masa informe de cuero. Zapatos de la región de Gruyere. El pantalón, sucio, cae desplomado después de un gesto sutil de cadera. Se agacha, lo recoge y lo dobla con la delicadeza que le falta a todo él. Hay algo que se precipita después, no sabemos si manta, saco o jubón.

Previo al primer contacto con el agua, el viento le hace sentir frío. Su vello se eriza mientras va descendiendo, uno a uno, los escalones que dan al río. Un rayo de luz se refleja en el agua. Su mano torpe intenta alcanzarlo, provocando un leve remolino que dura apenas un instante. Allí, por primera vez se mira a las manos, cubiertas de sangre o vino. Se frota suavemente, como una madame parisina. Sin prisa. Y mientras el ruido de un coche anuncia la mañana, por fin se sumerge y olvida… aunque sólo sea por unas horas.

"Pero había bebido justo hasta el extremo de no tener ya la mirada certera, ni el instinto que sólo proporciona la pobreza para..."
La leyenda del santo bebedor, Joseph Roth.

Los Ausines

Hoy, varios años después de la muerte de mis padres, he vuelto a visitar el pueblo. He paseado por la calle aún sin asfaltar de la iglesia en dirección a la casa. He visto la tierra yerma y sentido el calor sofocante de tantos veranos que pasamos allí juntos. Como siempre, alguna persiana se ha corrido a mi paso. Alguna sombra se ha deslizado, pero ningún sonido ha podido callar el canto de la chicharra. Silencio más allá del ruido sordo de la naturaleza.

Ya frente al caserón labriego, cobijo de mi niñez, me he asomado tímidamente al patio. Allí seguían los lilos, hermosos en su esplendor malva, el pozo herrumbroso con el caudal ya probablemente seco. Y la pequeña caseta ahora sin hueso ni cadenas ni perro. Sólo unas sábanas tendidas ante el viento ausente me han hecho sentir furtivo.

Entonces, una polvareda seca se ha levantado, el aire ha empezado a mecer las sábanas hasta arrojarlas al suelo, no sin particular delicadeza. Y del viento ha emergido el aroma de la tierra mojada, trayéndome el recuerdo de los juegos de infancia, de mi primer rubor, de la consiguiente herida, de las noches de estrellas y de los días de inmensa luz.