lunes, 14 de julio de 2008

Los Ausines

Hoy, varios años después de la muerte de mis padres, he vuelto a visitar el pueblo. He paseado por la calle aún sin asfaltar de la iglesia en dirección a la casa. He visto la tierra yerma y sentido el calor sofocante de tantos veranos que pasamos allí juntos. Como siempre, alguna persiana se ha corrido a mi paso. Alguna sombra se ha deslizado, pero ningún sonido ha podido callar el canto de la chicharra. Silencio más allá del ruido sordo de la naturaleza.

Ya frente al caserón labriego, cobijo de mi niñez, me he asomado tímidamente al patio. Allí seguían los lilos, hermosos en su esplendor malva, el pozo herrumbroso con el caudal ya probablemente seco. Y la pequeña caseta ahora sin hueso ni cadenas ni perro. Sólo unas sábanas tendidas ante el viento ausente me han hecho sentir furtivo.

Entonces, una polvareda seca se ha levantado, el aire ha empezado a mecer las sábanas hasta arrojarlas al suelo, no sin particular delicadeza. Y del viento ha emergido el aroma de la tierra mojada, trayéndome el recuerdo de los juegos de infancia, de mi primer rubor, de la consiguiente herida, de las noches de estrellas y de los días de inmensa luz.

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