lunes, 25 de agosto de 2008

Recuerdo

La madrugada que abandoné la infancia una llamada inesperada nos sacó a todos de la cama. Recuerdo cómo mi padre volvió a la habitación mientras mis hermanos y yo nos apretujabamos en uno de los sofás del salón, el que estaba frente a la televisión, a la espera de un significado que nos aclarase el motivo de la llamada. Transversalmente a él se encontraba otro sofá en el que se sentó mi madre, rodillas juntas y espalda erguida, atendiendo en silencio el teléfono. Años más tarde aprendí a temer ese tipo de llamadas, aquellas que te arrancan del sueño con el estertor de un sonido que se te antoja fuera de todo lugar y tiempo, como maldito.

No sé muy bien para qué, pero recuerdo que mi madre encendió una luz casi ciega en la mesilla del salón. Y allí, entre las sombras, aparecieron sus manos recogidas sobre el regazo. Apenas un instante más tarde tomaron nerviosas un lápiz y apuntaron una serie de números o letras, no sé, en el reverso de la carta de un banco.

No me fijé en su rostro, que estoy seguro era tenso y triste en aquellos momentos. Recuerdo que desvié unos segundos mi atención sobre el trapo de tela blanca que cubría los sofás de aquel salón. Ya fuera verano, cuando dejábamos la casa, ya fuera invierno aquellos trapos estaban siempre allí, sobre la tapicería impoluta, para sacarnos de quicio. A todos menos a ella. Para qué, de qué sirve todo lo bello cuando se oculta tras un manto de normalidad.

Como decía, apenas unos instantes desvié la mi atención de la figura de mi madre sentada sobre aquel trapo blanco. Pronto volví a las manos... sus manos. Manos suaves y dulces que con frecuencia acariciaban mis sienes con un coscorrón cariñoso. Manos desnudas, de dedos largos y uñas cuidadas.

En ese mismo instante empecé a jugar con ella, sus manos y el tiempo. Siempre hacia delante. Y comprendí que llegaría un día en el que mi madre atendiera una nueva llamada. A la misma hora, en el mismo lugar, con la misma premura y terror pero con otras manos. Ya más huesudas, menos firmes pero igual de dulces. Entendí que aquel momento llegaría. Inexorable.

Quizás entonces mi hermana ya no se siente en el sofá a mi lado. Quizás esta vez no se anuncie la enfermedad de nadie. Sólo el avance cruel de los años, mientras el teléfono dice: "Hola, qué tal, soy yo. Ha pasado mucho tiempo..."


No hay comentarios: